Hace algunos años, se pensaba que la secuencia inicial de Amores Perros (2000) había cambiado para siempre al cine mexicano. Con su ritmo vertiginoso, cámara nerviosa y la edición desconcertante, el film de Alejandro González Iñárritu marcó un parteaguas en la cinematografía nacional. Además de ser por demás sabido que, desde el extranjero, todo el mundo volteó a México.
Creo que algo muy parecido sucedió con el cine brasileño dos años más tarde con ¨Ciudad de dios¨ (2002). Un film tan duro como necesario, tan sórdido como real. Cada uno de sus planos emana los olores, colores y sonidos de las favelas brasileñas.
Pero es justamente en su secuencia inicial, en donde los directores Fernando Meirelles y Katia Lund marcan el ritmo rápido, desfachatado, de una película trepidante que, por medio de flashbacks, sonidos envolventes y actuaciones poderosas, nunca pierde la esencia en su afán terco de contar una (o varias) historia durísima. No es un viaje agradable, pero el espectador lo termina disfrutando después de todo, por la forma en la que se relata.
Ciudad de dios juega con las laberínticas calles brasileñas como una analogía de la decadencia de una sociedad podrida y dividida, son los encuadres los que perfectamente nos muestras cada uno de los recovecos de la miseria y la violencia que, de tan cotidiana, parece normal.
Ambientada entre finales de los 60 y principios de los 80, narra la disyuntiva de Buscapé, un niño que, como miles, tendrá que decidir entre entregarse a las drogas y al crimen organizado, o bien luchar por su sueño de ser fotógrafo. La voz en off del protagonista nos hará ir y venir en el tiempo, conociendo personajes y circunstancias dantescas, dejando claro que crecer bajo esas condiciones tan duras, complica tomar las mejores decisiones.
Y es que los directores no juzgan, se dedican a mostrar las terribles consecuencias que el crimen y la violencia engendran en generaciones perdidas, con una increíble edición de sonido y un montaje tan dinámico que le valió un premio Bafta y varias nominaciones al Oscar. Nunca el espectador se había sentido tan inmerso en el infierno brasileño como en Ciudad de Dios, en gran parte debido a la profundidad de campo que no se guarda nada, por bello o macabro que sea.
El público es quien debe cuestionar las decisiones de cada uno de los ambiguos personajes que se cruzan, mueren, aman y matan. Un cast tan inesperado como acertado, lleno de actores no profesionales que le dan al film un tufo de documental, que huele, se siente y sabe a sudor, a calles sucias y a muerte.
Gracias a la cámara en mano y a los planos cenitales, a los primerísimos planos y al sonido duro, sin concesiones, las caras sudorosas de los actores transmiten justo lo que los directores buscan: el desconcierto y el miedo de vivir en las favelas, aunque también la sed de sangre y el hambre de poder, de un personaje tan siniestro como Zé pequeño.
Tristemente basada en hechos reales, es un film tan actual que duele y asusta. No es solo Brasil, es todo el mundo y su crimen organizado, sus drogas y su violencia sin piedad. Un viaje terrible, visceral, que no acaba, que se renueva con cada generación rota, como bien se nota en los últimos planos de Ciudad de Dios.
No obstante, hay esperanza, la luz de un mejor futuro. El personaje de Buscapé representa lo que podría ser. Como el maestro Arturo Ripstein pregonaba: persistir sin esperanza.